Desperté a la mañana siguiente recuperada y con el mejor de los ánimos me dispuse a ver a mi bebe. Esperaba con ansias que lo subieran a la habitación pero recibí evasivas que atribui a su nacimiento anticipado, por lo que me resigné finalmente a verlo a través de la ventana del retén. En ese momento, salvo por lo prematuro, no percibí ninguna señal que me indicara que Pablo era un niño con Síndrome de Down, o que su vida estaba en peligro. Ambas cosas las descubriría más tarde.
Después de verlo, el día transcurrió ligero entre la visita de amigos y familias que llegaron con alegría a celebrar con nosotros. Incluso recibí la visita de mis amigas quienes habían planificado el baby shower para el mismo día, que por algunas complicaciones se adelantó un mes su nacimiento, así que continuaron la celebración en la habitación de la clínica. Recuerdo que aunque durante esas horas noté un poco de zozobra en mi esposo Luis, lo atribui al cansancio del día anterior y al trajín de los trámites de la clínica. Lejos estaba de imaginar lo que aquella noche, cuando nos quedamos solos, mi esposo me comunicó: Pablo, nuestro Pablo, había nacido con el Síndrome de Down. Él lo supo desde el momento de su nacimiento.
De esta condición no sabíamos casi nada. Corría el año 1985. En aquel momento el diagnóstico de Síndrome de Down era poco esperanzador y la lucha que nos esperaba contra los prejuicios y las etiquetas comenzó incluso desde el momento en el que mi esposo recibió la noticia: la pediatra que atendió el nacimiento de Pablo en la sala de parto después de examinarlo se había dirigido a él diciéndole “Han tenido ustedes como hijo a un mongólico. Tiene pocas probabilidades de vida y de sobrevivir será un niño inútil”. Tratando de asimilar el giro de nuestro futuro, aquella noche lloramos desconsolados.
Estábamos angustiados. Teníamos muchas preguntas sin respuesta. Nos preguntamos: ¿habíamos hecho algo mal?, ¿era un castigo?, ¿por qué nos sucedía algo así a nosotros? Sentíamos mucha tristeza, mucho dolor, culpa y desaliento. Sentíamos la pérdida de nuestras expectativas y de las esperanzas de construir una familia. Yo, como mujer, me sentía desvalorizada al no haber sido capaz de dar a luz a un niño como el que imaginaba. Pero Pablo, además del síndrome y de su condición de prematuro, peleaba una batalla por su vida que no nos dio tregua y que como padres nos llevó a aterrizar en la realidad sin mucha preparación.
Como muchos niños con Síndrome de Down, al nacer presentó una disminución de su número de plaquetas. Dada la gravedad de su estado, requirió su traslado a la unidad de cuidados intensivos, ya que tener un recuento plaquetario demasiado bajo lo predisponía a sufrir una hemorragia interna. Así fue como al día siguiente, cuando yo me alistaba para ir a casa, nuestro bebé apenas empezaba su lucha por vivir.