Pablo estuvo recluido en la U.C.I durante 17 días. Cada uno de ellos fue duro para él que luchaba por su vida, y para nosotros que pasábamos la jornada sentados fuera de la unidad esperando noticias. Algo que hacíamos sin flaquear, aun sintiéndonos abatidos. Teníamos una mezcla de emociones en el corazón que nos embriagaban, vivíamos un doble duelo: uno por su condición genética, por el hijo que imaginamos y que no recibimos, y el otro por el hecho que lo delicado de su salud nos obligaba a regresar a casa día a día sin nuestro bebé en brazos.
Que Pablo tuviese el Síndrome de Down fue un desvío en el camino que no vimos venir. Ya en aquella época se podían hacer durante el embarazo pruebas de detección para calcular la probabilidad de que el bebé presentase alguna condición genética que comprometiera su vida futura, más nuestro ginecólogo no hizo énfasis en ellas debido a que tanto Luis como yo éramos personas saludables y sin antecedentes familiares de anomalías cromosómicas. Hoy creemos que así fue mejor.
Por lo súbito, impactante y trascendente de la noticia, durante aquellas semanas tan confusas y contradictorias, fuimos presa de un absoluto shock emocional. Sentíamos mucha desilusión, culpa, incredulidad, albergábamos aún la esperanza de que se hiciera un milagro que nos devolviera al hijo que habíamos creado en nuestra imaginación. Nos invadía la tristeza, la negación, la culpa y la frustración, la incertidumbre se posicionó en nuestro espíritu, lo único que conocíamos, aparte de lo precario de su estado de salud, era la condición de Síndrome de Down. Sin embargo, mientras más pasaban los días, más real se volvía Pablo para nosotros, no solo porque admirábamos el hecho que nuestro hijo luchaba por su vida, sino porque además sucedió el segundo milagro después de su nacimiento: al quinto día me permitieron amamantarlo. Ese pequeño evento lo cambió todo porque me dio la oportunidad de ver y sentir a nuestro bebé más allá del diagnóstico: verlo de cerca, olerlo, acariciarlo, y darle la forma de una pequeña personita, más allá de la etiqueta de su síndrome, hizo que el amor, las ganas de protegerlo y sentirlo mío se crecieran y se fortalecieran.
Con cada día, al sentir a Pablo en mi pecho, en ese acto íntimo de profunda vinculación y amor, fueron tejiendo los hilos de esos lazos irrompibles de amor incondicional y de aceptación que solo tienen cabida entre los padres y sus hijos. En cada oportunidad, en esos momentos tan íntimos y tan nuestros, yo le susurraba y le daba la bienvenida a nuestro vida, viviendo con él momentos únicos de entrega, de esperanza y de vida que estoy segura lo alentaban, junto al tratamiento, a alcanzar su recuperación. Finalmente, el 8 de agosto salimos de la clínica con Pablo Jesús en brazos, dispuestos a desafiar un diagnóstico inicial desolador: la sentencia de que Pablo sería un niño inútil.